Francisco Toledo

Por Dore Ashton
Crítica/
autora de arte. Entre sus muchos libros está: American Art since 1945, The New York School: A Cultural Reckoning, and Twentieth Century Artists on Art.

 

 

Traducido al Español por Ignacio R.M. Galbis
 

Empezaba a animarse el mundo artístico cuando Toledo comenzó sus estudios en el “Taller Libre de Grabado” en 1957, a la edad de diecisiete años. Todavía los turistas acudían a México para contemplar los espectaculares murales de "Los Tres Grandes", y aunque Siqueiros seguía vigente, vigorosamente incitando controversias, muchos artistas jóvenes se habían alejado del pasado revolucionario. Estaban más de acuerdo con el único artista de la generación anterior quien había superado los programas sociales y políticos en la expresión de su arte: Rufino Tamayo. Este había pasado un número de años en los Estados Unidos y había regresado a México en 1950 decidido a defender sus perspectivas cosmopolitas obtenidas a alto precio. Nunca se cansó de recordarle a la nueva generación que "la pintura es un mundo de relaciones plásticas - todo lo demás es fotografía, periodismo, literatura o cualquier otra cosa; por ejemplo, demagogia". Zapoteca de origen, cuyas persistentes raíces nunca se quebraron con su "mundo de relaciones plásticas”. Tamayo prontamente se dio cuenta del extraordinario carácter del joven Toledo, quien, como él mismo, había surgido al gran mundo de las pequeñas aldeas Zapotecas. Los dos Zapotecos se comprendían.
 

Desde temprana edad, Toledo había demostrado una extraña independencia. Tal vez el ejemplo de Tamayo lo había ayudado a superar sus fronteras locales. Existían pocos modelos para un incipiente estudiante de arte. El mundo del arte occidental había mostrado escaso interés por Latinoamérica y, a excepción de Tamayo, solamente Wifredo Lam y Matta habían logrado quebrar su sublime indiferencia a todo lo que no fuera los muralistas clásicos de México. Las ambiciones de Toledo pronto comenzaron, a brotar. A sus veinte años se había desplazado por su cuenta a París, donde permanecería por cinco años. En contraste con muchos artistas del hemisferio occidental, sin embargo, no frecuentó los parajes más visitados por los miembros de la vanguardia internacional sino que se limitó trabajar en el taller de Stanley William Hayter, un excéntrico artista británico decidido a revivir las languidecientes artes del grabado a aguafuerte y el grabado corriente. Hayter no sólo inició muchos experimentos en el medio de la laminografía pero también inspiró en sus estudiantes un gran respeto por la tradición del grabador. Toledo, que ya en México había percibido la extraordinaria gama existente en las artes del grabado, en las cuales, por ejemplo, cientos de diferentes texturas y granos de papel podrían utilizarse, o en las cuales la presión más sutil de la mano podía transmitirse a través de diferentes presiones de la prensa, y en las cuales el necesariamente abstracto - esto es, económico - carácter de la línea reinaba supremo, evolucionó velozmente. En unos meses él había extrapolado efectos que había descubierto mediante la incorporación de sus grabados a las pinturas. Para el tiempo de su retorno a México en 1965 se le reconocía en París como un artista singular, celebrado por su "desarrollo de lo mítico” y su "sentido sagrado de la vida", según escribió André Pieyre de Mandiargues en 1964.
 

De ahí en adelante, los intérpretes del arte de Toledo parecían incapaces de evitar recurrir al mito para hablar de su obra. Esto resulta desafortunado. Aunque ciertamente existe una dimensión mítica en Toledo, la atención exclusiva a ella disminuye su presencia como un artista del siglo XX. Toledo no es un arcaísta a pesar de sus frecuentes alusiones a motivos locales. Ni es folklórico. Se trata de un artista moderno tal como Paul Klee, Marc Chagall y Miró, que ha aprendido el valor de un vistazo hacia el interior de las esquinas más estrechas de la naturaleza. En él sobrevive la gran tradición de lo que Baudelaire tituló "el realismo fantástico". Baudelaire había subrayado a la mitad del siglo XIX que para la mayor parte de nosotros, y especialmente para los hombres de negocios para quienes la Naturaleza existe en cuanto les sea útil para sus negocios, "lo fantástico real en la vida es singularmente embozado". Lo real, que reside en la naturaleza, se cubre de un aspecto fantástico únicamente cuando el artista lo eleva al nivel máximo. El artista moderno, profundamente consciente de su relación con la naturaleza, revela sus descubrimientos de maneras sutiles. Los dos aspectos distintivamente modernos de la obra de Toledo que deben reconocerse son su innato, natural sentimiento de materiales diversos, mediante y en los cuales expresa ideas complejas; y su imaginación gráfica, que va más allá de la ilustración de cuentos (así sean de los mitos de los orígenes de culturas precolombinas o fábulas vueltas a narrar en el Juchitán de su niñez). Toledo es un modelador de pensamientos visuales, no un raconteur y esos pensamientos se evidencian en la labor de su mano cuando talla, moldea, recorta, baña, salpica o mancha. Están aparentes en las esencias de los materiales mismos, que son tan importantes para él como los caprichos que brotan de su imaginación mientras labora. Es un artista contemporáneo de la manera más vital: alguien que trabaja bajo el principio de la asociación libre de imágenes, en quien el recuerdo de innumerables lugares y épocas pervive. Su obra, como ha manifestado Salvador Elizondo, es el testimonio de cosas y seres en un momento dado, fuera de las leyes naturales, y más como "sueños instantáneos" que como mitos.
 

Es, entonces, en la capacidad de Toledo de crear extrañas conjunciones donde su genio reside; esa capacidad de persuadirnos de que existe, ciertamente, una realidad fantástica que goza de una dilatada historia artística, abarcadora no sólo de las artes de las llamadas culturas primitivas sino de las de la antigua Cataluña, la Alemania Otoniana, la Rusia zarista, los Surrealistas parisinos y mucho, mucho más. Toledo no ignora la historia del arte, ni la historia de la poesía. William Blake fue uno de sus descubrimientos infantiles. Confinarlo a los límites de su cultura zapoteca es hacerle injusticia, puesto que ha probado, en su obra, que ha ingerido y comprendido muchas otras culturas, que asimila y recarga con su visión personal. Si ha encontrado sustento en variados aspectos de la historia del arte mexicano - no solamente el de proveniencia precolombina sino todos los demás, desde el barroco nativo español a las formas artesanales aún practicadas en las provincias de México -, esto debe interpretarse como todavía otra intensa visión del realismo fantástico desde su propia perspectiva.
 

Todos los vestigios memoriales de otras culturas, y aún los suyos propios, no son, sin embargo, lo que hace atractivo el arte toledano. Por el contrario, es su manera de hacernos responder a las demandas de la naturaleza. Digamos lo que digamos de él, Toledo se propone crear una historia natural, o quizás, una historia natural no naturalizada, que advierta a sus espectadores tanto de sus brechas como de sus continuidades en la imaginación humana; la cual, a pesar de ello, sigue eternamente dependiente de la naturaleza. Al antiguo juego de la trilogía animal, vegetal y mineral, él añade lo inexplicablemente humano.
 

Nada humano le es ajeno mientras, como con frecuencia destaca en su obra, incluye un mal interpretado humor oblicuo. El sentido del humor de Toledo no es el del ilustrador tanto como el del poeta, que mira el mundo de su entorno y descubre extrañas analogías. No sólo analogías de acciones sino de formas y estructuras. Se fija, por ejemplo, en una iguana y encuentra en la conformación de las manchas de su piel una semejanza con el trenzado de un cesto. Mira una hoja y ve en sus diseños rítmicos semejanzas con las figuras de los grillos. Su homomorfismo se vuelve casi extático según continúa hallando más y más parecidos entre el animal y el hombre, el vegetal y el animal, el mineral y la carne. A veces alusiones ferozmente eróticas son al mismo tiempo perturbadoras y divertidas, como en sus frecuentes comparaciones de peces y penes, y, por supuesto, su obscena representación de conejos y víboras. Se trata de un persistente impulso toledano antropomórfico, como en sus recientes pinturas de peces-manta. Cada uno con su humana y aterradoramente perversa semejanza. Este impulso a dar aspecto humano es tan antiguo como la humanidad misma; así como la fascinación con la metamorfosis. En el universo de Toledo, las cosas frecuentemente se transforman en sus opuestos, o algo que pudiéramos llamar sus adaptaciones. Y esto también goza de una larga historia. Cuando Dante de verdad deseaba horrorizar a sus lectores, describía a los pobladores de su infierno transformados en monstruos con la cabeza al revés.
 

Como todos los grandes conocedores de lo fantástico real, Toledo sabe que cada experiencia con sus materiales debe partir de lo simple y manifiestamente real. Marta Traba estaba en lo cierto cuando afirmó que Toledo “parte de premisas reales: Oaxaca, su condición de indio zapoteca, su aislamiento y vida marginal respecto a la civilización urbana", y de esas fuentes reales “construye a partir de sí mismo un universo totémico donde se cumplen estrictamente las funciones generales de relación entre el hombre, los animales y la naturaleza." Pero es el verdadero artista en él que brota del suelo de su origen. Podrá estar siempre allí Oaxaca, bajo las superficies de su imágenes maravillosamente trabajadas, pero también tantas otras cosas. Unos pocos ejemplos: En una de sus muchas obras sobre el tema de Juárez — las más irónicas que jamás ha producido — hay un fósil de un pez encaramado en una escoba y otras raras criaturas que ciertamente aluden al infierno del Bosco. En su "Bueyes de Boda", de 1973, la tierra rojiza, el desnudo azul, la atrevida evocación decorativa del bozal del buey, nos recuerdan pinturas miniaturistas de los mercados del norte de la India. En una de sus más recientes variaciones sobre la calavera del Día de los Difuntos en México, Toledo pinta un esqueleto enmascarado cargando un enorme sapo, tal como lo haría un campesino con su carga de leña. Con todo, algo en el dibujo nos hace recordar que el motivo del esqueleto es uno de los más reverenciados en los grabados del norte de Europa, y que Altdorfer, Dürer y otros persistieron en la memoria de Toledo tanto como las "hojas volantes" del siglo XIX, los pliegos que salían de las imprentas de la ciudad de México.
 

Notar su universalidad artística no es negar su amplio uso de fuentes locales. Sin insistir en la "mexicanidad", Toledo, sin embargo, repetidamente se vale de la rica historia visual de su país. Alusiones obvias, tales como las máscaras pintadas con la lengua colgando, o las perturbadoras sonrisas de los figurines de Veracruz, o a la siempre famosa serpiente emplumada, con sus connotaciones sexuales subrayadas por D.H. Lawrence, o a los coyotes, jaguares y conchas marinas caracterizadas en Teotihuacan, o a los laberintos y entresijos tallados en muchos bajorrelieves en varios monumentos ancestrales, hacen inconfundible la posición de Toledo en el arte de México. Es obvia su indagación erudita de sus propias raíces zapotecas, donde intrigantes metamorfosis han tenido lugar en las inmediaciones del Monte Albán, y donde imágenes con el cuerpo de jaguar y el rostro de iguana abundan. (Es aparente, además, que él ha disfrutado las transformaciones de antiguos símbolos cuando, en el siglo XVI, los imaginativos códices fueron compuestos). Aún así, esto no le impide echar una ojeada hacia Europa ni pintar la representación de una vaca al estilo de Dubuffet. O combinar una alusión europea (a Goya) en su "Mujer con Sillas" con una máscara del viejo México, con la lengua colgante.
 

De hecho, nada es más revelador que un estudio a fondo de los numerosos autorretratos que Toledo ha ofrecido a través de los años. Son máscaras, por supuesto, algunas veces inspiradas en las fantasías de papier maché que se hallan en las calles de los pueblos mexicanos durante períodos de fiesta; en ocasiones sacadas de un monólogo interior en el cual presiden pensamientos salvajes, como en "Cabeza Flotante" de 1987. En sus propios rasgos distintivos Toledo descubre homologías — a mariposas, tortugas, cangrejos y peces-manta — a las cuales da forma con infinita ingeniosidad en materiales raros.
 

En varios de estos "autorretratos", así como en otras piezas, el recurso de la red rodea las cosas; pero la red es a veces más como una telaraña, la cual, con su belleza natural es capaz de atrapar criaturas vivientes. En obras como "Los Enojados", una de sus más abstractas y misteriosas pinturas recientes, y en “La Flama", la vertiente oscura de las reflexiones toledanas emerge, recordándonos que el trabajo de los Surrealistas nunca se completa. A pesar de lo que los críticos llaman sus tendencias animistas, Toledo — que insiste mediante sus inmensamente variados materiales, y en la manera que revela formas y texturas, en que percibamos la incorporación de materia — no nos dice que todos los objetos tienen alma sino que nos recuerda con urgencia que existen. Ha pintado latas de insecticida "Flit", máquinas de coser, zapatos y máscaras, al igual que siniestras criaturas inventadas que también existen; al menos en su imaginación soñadora. Siempre yuxtaponiendo lo hermoso (¡cuán bello el grano del papel bajo las pinceladas de la acuarela, o qué intensidad de color iluminando sus pequeños gouaches, o qué ricas y sugestivas las texturas obtenidas del papel moldeado, o grabadas en el papel mismo!) con lo que nos inquieta. Toledo es un verdadero heredero de la tradición visionaria que nunca vaciló de lo bizarro. Lo que Octavio Paz ha dicho del difunto Rufino Tamayo puede decirse así mismo de Toledo: "El mundo no se ofrece a él como un proyecto intelectual sino como un organismo vivo de correspondencias y oposiciones."
 

 

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