Prólogo
Olga de Amaral: El Manto de la Memoria (2007)
por Edward Lucie-Smith
Olga de Amaral es única entre los artistas latinoamericanos contemporáneos. En el fondo de esta singularidad yace el hecho de que su obra es, en esencia, inclasificable. Por ejemplo, ¿se trata de arte o de artesanía? El llamado «renacimiento artesanal», que aconteció en Gran Bretaña y luego en los Estados Unidos durante finales del siglo XIX y los primeros años del XX, no tiene lugar en la historia del arte latinoamericano. Tampoco hay mucho que corresponda a una posterior fase de interés por lo artesanal, que afectó a los círculos artísticos estadounidenses durante los años sesenta y setenta, tras la guerra de Vietnam. En América Latina, la artesanía —los franceses utilizan la expresión les métiers d’art— es parte de la tradición folclórica.
Olga de Amaral, quien realiza algo que vagamente puede describirse como tapices y textiles, es sin embargo reconocida universalmente como creadora artística importante y por completo individual.
Dadas estas circunstancias, se hace necesaria una mirada más amplia a los antecedentes. En primer lugar, uno debe recordar que los pueblos precolombinos se contaban entre los más inventivos de todos los tejedores. Muchas de sus técnicas eran completamente desconocidas por fuera del continente suramericano. Circunstancias afortunadas —condiciones de extrema sequedad o frío, o una combinación de ambas— han hecho que se preserven varios de estos tejidos para nuestra admiración actual. Lo que impresiona es que tales tejidos poseen toda la certeza estética de las grandes obras de arte. Por contraste, los tapices europeos —del Renacimiento en adelante— tendían a depender más y más de diseños proporcionados por pintores, es decir, por gente que se distanciaba del proceso artesanal. Lo que muchas veces admiramos de tales resultados es simplemente la ingenuidad con que los tejedores salvaron la brecha entre dos mundos estéticos diferentes y, en cierto modo, incompatibles.
Otro elemento de la cultura precolombina era el culto del oro. Cualquiera que visite el espectacular Museo del Oro en Bogotá será consciente de que la región que hoy es Colombia fue el gran centro de la adoración por este metal, cuya abundancia fascinó a los conquistadores europeos y los movió a cometer tantos crímenes. A pesar de que ambas partes —los nativos americanos y los europeos— veneraban el oro, es muy claro que lo hacían de maneras diferentes. Para los habitantes originales de América, el metal precioso encarnaba el calor y el brillo del sol. También, por el hecho de ser incorruptible, se hizo símbolo de inmortalidad, pero no necesariamente representaba la riqueza, del modo rudo en que los europeos entendían ese concepto.
Gran parte de la producción de Olga de Amaral ha estado relacionada con el oro, pero en su obra no hay equivalentes con la arqueología precolombina. No obstante, uno siente que tales objetos deben existir por lógica, que ella ha suplido una carencia.
Hay, sin embargo, otra manera muy distinta de ver su trabajo: una aproximación que involucra un análisis del modernismo latinoamericano. Tanto la fortuna como el infortunio para el arte del siglo XX en los países americanos de habla española y portuguesa consisten en que lo primero en captar su atención —o, de cualquier modo, la atención del resto del mundo— fue el trabajo de los muralistas mexicanos. Los murales de Diego Rivera, José Clemente Orozco y otros pintores proporcionaron al arte latinoamericano una imagen de fácil identificación: figurativo, narrativo y con frecuencia altamente político. Esto llevó a los críticos a ignorar el florecimiento de una tradición alternativa de tipo muy diferente.
Si tal tradición emana de un solo individuo, entonces emana del constructivista uruguayo Joaquín Torres García (1874-1949). Fue Torres García quien, luego de su regreso de Europa a Montevideo en 1942, fundó la Asociación de Arte Constructivo. Ello coincidió con una renovación de la actividad avant-garde en otras partes de América Latina: por ejemplo, con la creación, en 1945, de los grupos Madi y Concreto-Invención en Buenos Aires.
Estas agrupaciones no eran tan sólo una continuación del ímpetu constructivista europeo, que empezaba ya a perder impulso en su hábitat original. Apuntaban a algo nuevo. En esencia, las raíces del arte conceptual que florecería en Nueva York a mediados de los años sesenta y que sería dominante en el mundo durante la siguiente década, se encuentran en las iniciativas latinoamericanas de mediados de la década de los cuarenta.
Si se observa la obra de los más importantes abstraccionistas latinoamericanos del período de posguerra —y esto incluye, desde luego, a los escultores Édgar Negret y Eduardo Ramírez Villamizar en Colombia—, se ve una intención de integrar la forma deseada con el material escogido, de manera que se hagan inseparables, así como también un creciente rechazo a los formatos convencionales y una búsqueda de la lógica estructural. En algunos casos, como el de los artistas kinéticos Carlos Cruz-Díez y Jesús Rafael Soto, la búsqueda de esta lógica llevó de hecho a una disolución de la forma. En otros, como el de la talentosa brasileña Lygia Clark, generó un completo abandono de las convenciones artísticas existentes.
Ubicada en este contexto de experimentación, la obra de Olga de Amaral adquiere una nueva resonancia. Puede observarse, por ejemplo, que sus técnicas características integran totalmente estructura y superficie, algo que otros artistas de la región estaban tratando de alcanzar de una manera quizá menos fluida. Sus tapices se convierten en precursores de los numerosos trabajos «desplegables» que figuraron en las bienales latinoamericanas durante los años ochenta y noventa.
Existe, sin embargo, otro elemento que en primera instancia parece contradecir lo que ya he anotado. En las obras más típicas de Olga de Amaral se respira una indudable sensación de lujo. Atraen de una manera puramente sensual, y ésta no es una cualidad muy acogida entre quienes apoyan un arte en rigor intelectual. Aun así la suntuosidad de sus piezas, en particular las de oro, a menudo se liga a un extraordinario sentimiento supraterrenal.
En cierto sentido, ello se debe a que sus piezas parecen haber descendido hasta nosotros, provenientes de alguna desconocida civilización antigua. Nos invitan a recrear ficciones poéticas acerca de cómo sería esa civilización. Resultaría interesante, algún día, observar el trabajo de Olga de Amaral exhibido junto a grandes piezas de plumas de la cultura inca del Perú. Sospecho que aquello auténticamente prehistórico se vería menos antiguo, románticamente hablando, que estas producciones de nuestro tiempo.
Y existe aún otra razón, más práctica, para esa sensación supraterrenal que he mencionado: es la calidad de sus superficies. Entre los predecesores de sus tapices dorados uno podría contar a los «Monogolds» del artista francés Yves Klein, producidos a comienzos de los sesenta. Éstos, a su vez, remontan a una serie de pantallas corredizas japonesas que Klein vio cuando se entrenaba en una escuela de karate en Japón. Puede notarse que, para dar carácter a sus «Monogolds», Klein se sintió forzado a mellar sus superficies. El artista italiano Lucio Fontana, quien a veces prefiere las superficies metálicas monocromáticas, se vio obligado a atacarlas de una manera todavía más salvaje. Con las obras de Olga de Amaral nada de esto es necesario, pues en ellas hay un resplandor único, una variabilidad única. Parecen una manifestación pura de la luz que, como bien sabían los pueblos precolombinos, rige todas las vidas humanas.