Por Dore Ashton
Crítica/autora de arte. Entre sus muchos libros está: American Art since 1945, The New York School: A Cultural Reckoning, and Twentieth Century Artists on Art.
Traducido al Español por Alberto Blanco
Un contemporáneo de Chardin — ese sabio y maravilloso pintor del siglo XVIII — nos legó estas palabras del artista: "Pero, ¿quién le ha dicho que uno pinta con colores? Uno pinta con sentimientos". Sus sentimientos se hallaban dispersos en cada detalle del cuadro, en cada detalle pintado; para ello, Chardin inventaba los colores. Un siglo más tarde, Baudelaire hizo el elogio de Delacroix en base al inmenso rango de sentimientos que — en palabras del poeta — "habitaban su propia atmósfera colorida". Para Baudelaire, el color de Delacroix "piensa por sí mismo, de modo independiente al objeto que recubre". Un siglo después de Baudelaire, el pintor Robert Motherwell, luchando por encontrar las palabras justas para describir el trabajo de su amigo Mark Rothko, y haciéndose eco del poeta, dijo que Rothko había creado realmente un nuevo color. Coloración, colores, color, términos prácticamente indefinibles y, sin embargo, familiares para todos aquellos que participan de la experiencia de la pintura. Cuando pienso en Gerzso o, mejor aún, cuando evoco a la distancia su obra, pienso antes que nada en el color que — estoy casi segura — es su pasión más entrañable. Cada artista tiene su propia pasión, normalmente secreta y nunca verbalizada. La pasión de Gerzso es una especie de saturación. Anhela el grado máximo del color, bañado en sí mismo, pensando por sí mismo, viviendo en su propia atmósfera; un color que él posee y que ha confinado en su obra para toda la eternidad. Este confinamiento — ha aprendido Gerzso — produce tanta saturación como el contraste.
Las superficies coloridas de Gerzso que se ven tan sólidas, tan fijas en la memoria del espectador, han sido discutidas con frecuencia en relación a su ser-en-sí-mismas, su insistencia en una íntima circunspección y dura permanencia. Luis Cardoza y Aragón, uno de los críticos más agudos de Gerzso, ha recurrido en más de una ocasión a la categoría kantiana del "das Ding an Sich" (la cosa en sí misma) para describir el aislamiento y la independencia de las imágenes de Gerzso. Yo creo que esta cualidad de cosa-en-sí-misma deriva de la imperiosa necesidad que siente Gerzso de escapar a la angustia del tiempo mediante la inmersión (la saturación) de sí mismo en la fijeza del instante. Hace algunos años Gerzso nos ofreció una pista en uno de sus títulos: El tiempo se come a la vida. Este título deriva claramente de la poesía de Baudelaire, cuya definición capital de la angustia se cifró siempre en la metáfora del tiempo. Por su parte, el impulso más profundo de Gerzso es el de oponerse a los estragos del tiempo mediante la inquebrantable, clara y brillante evocación de la fijeza. Las geometrías que invoca en sus composiciones — no importa que tan excéntricas sean — proclaman un anhelo platónico de "relaciones permanentes en el espacio", sin embargo, estos hondos y, con frecuencia, turbulentos sentimentos que siempre percibimos detrás de las duras superficies — tan impermeables como las de Vermeer — exigen su propia expresión, y la encuentran en el color idiosincrático de Gerzso. Las dualidades y las paradojas abundan y, tal vez, una imagen que se ajuste bien a su obra sea la mariposa de obsidiana de Octavio Paz.
Por supuesto que Gerzso debe ponderar su color de acuerdo con los sentimientos que quiere expresar y, al hacerlo, compone (y descompone) sus superficies. Cuando consideramos las vastas dimensiones de su obra desde 1950, lo que sobresale es su extraña meditación en los problemas de la proporción. Al igual que Le Corbusier, a quien admiró y leyó desde los catorce años, Gerzso se ha sentido fascinado por el viejo (y aún misterioso) problema de la Sección Aurea. Le Corbusier siempre se refirió a su prolongada búsqueda de la proporción y la medida como un ejercicio, un juego, una pasión, y creo que Gerzso podría decir lo mismo. Sin embargo, sospecho que no es la estricta fórmula matemática de la Sección Aurea la que atrae a Gerzso, sino las dimensiones metafísicas que ofrecen los clásicos italianos del siglo XV. Estos maestros se daban perfectamente cuenta de que la palabra latina proportio derivaba del término griego analogia, y fue precisamente esta posibilidad de analogía la que encendió su imaginación. Luca Pacioli, amigo cercano de Leonardo y Piero della Francesca, escribió su tratado sobre la proporción áurea, Divina Proportione, teniendo en mente las referencias poéticas de Platón a los cuatro elementos: fuego, aire, tierra y agua. Estoy convencida de que Gerzso es elemental en este sentido: por analogía. Casi nunca abandona el rectángulo por completo. Lo persigue como lo persigue el cuadrado, y utiliza ambos expresivamente; es muy probable que lo haga de acuerdo a su intuición y no mediante cálculos precisos, pues — como ya lo ha señalado sagazmente Rudolph Arnheim — "El rectángulo de la sección áurea y el cuadrado pueden estar balanceados por igual, pero conllevan distinto significado y distinta expresión; uno muestra la tensión dirigida, y el otro la simetría compacta".
Color, esencia, proporción: estas son las preocupaciones que subyacen a los empeños de Gerzso como creador de imágenes. Pero, ¿cómo llegaron allí? ¿Quién es este pintor que expresa una amplia gama de sentimientos — mucho más amplia de lo que generalmente se concede — con los medios ya mencionados? Podríamos — y subrayo el carácter tentativo: podríamos — seleccionar ciertos detalles de su singular biografía, propia de un cosmopolita, para iluminar su trayecto como pintor. Se verá que estos detalles revelan, por lo menos, lo mucho que ha tenido que eliminar para alcanzar su ideal interior. Porque Gerzso ha vivido una infancia y una juventud en Europa fuera de lo común, expuesto a la historia del arte en sus más altas expresiones. Como él mismo lo ha dicho: "fui educado para ser un connoisseur". Gerzso aprendió a ver pintura en una agradable villa en Suiza, propiedad de su tío, en cuya recámara había una veintena de acuarelas de Delacroix y un Bonnard que no olividaría jamás. Esta lección no fue poca cosa. El tío de Gerzso era un hombre de vasta cultura cuya mirada había sido adiestrada por Wölfflin, el gran historiador de arte. El joven iniciado aprendió así de su tío — un prominente coleccionista y art dealer — a examinar una pintura desde muchos puntos de vista. Aprendió a 'ver' no sólo la superficie, sino la génesis del estilo y de la forma. "¡Esos parientes!" — exclama Gerzso riendo — "compraban y vendían viejas obras maestras, pero lo que en realidad estaban buscando era descubrir pinturas." Su tío, que había conocido a Matisse, y en cuya casa recibía a luminarias de la talla de Thomas Mann y Paul Klee, personificaba lo más precioso de la alta cultura alemana: aquella en la que nuestro pintor se vio inmerso durante los años clave de su formación.
La ruta que va de ser un conocedor precoz a ser un creador suele ser peligrosa. La ruta de Gerzso fue indirecta. Tras su regreso a México, donde completó su educación formal en el Colegio Alemán, Gerzso se embarcó en una larga carrera como escenógrafo en el teatro y, más tarde, como director artístico en el cine. La decisión de enfilarse en esta dirección, en armonía con el mundo de la imaginación, resultó ser la apropiada para un estudiante con una refinada sensibilidad europea que siempre mostró un marcado interés por la arquitectura. La necesidad de compresión — después de todo, el mundo ha de caber en la cuadratura de un escenario, o en el rectángulo de una celdilla de película — agudizó la mirada de Gerzso para el detalle, e intensificó su capacidad de comprender la abstracción. La emoción de la revelación, conforme las luces se apagan y se descorren lentamente las cortinas, nunca disminuyó para Gerzso que, años más tarde, traduciría este sentimiento en sus pinturas.
De todas las experiencias formativas en la multicolor vida de Gerzso, probablemente ninguna resultó más inspiradora que el encuentro con una extraordinaria congregación de talentosos extranjeros que, como representantes del surrealismo europeo, se dieron cita en la ciudad de México a mediados de los años cuarenta. De alguna manera Gerzso, cuya infancia transcurrió en Europa, y cuyos gustos e intereses eran excepcionalmente vastos, se sentía tan ajeno a México como todos estos artistas. Gerzso era demasiado joven cuando se dio ese momento excepcional en que un gran experimento de reformas sociales dio a luz al movimiento muralista mexicano, con todo y su pasión por el compromiso, como para formar parte del él. Además era ya un profesional en un trabajo que lo llevaba con mucho más frecuencia a los Estados Unidos que a las tierras salvajes del interior del país. Fue justamente a través de los ojos maravillados de un variopinto grupo de surrealistas — entre los que se contaban Leonora Carrington, Remedios Varo, Esteban Frances, Matta y, principalmente, Wolfgang Paalen y Benjamin Péret — que Gerzso redescubrió México. Paalen era un explorador infatigable en busca de los tesoros del México antiguo, y Péret, con su visión poética, lograba discernir sus grandes misterios. Gerzso se dejó llevar, no sólo por su entusiasmo, sino por su insistencia en que atendiera a sus propias necesidades creativas y se convirtiera en un pintor en toda forma. "Yo estaba metido en el cine y, para ellos, no era más que un pintor de domingo", recuerda Gerzso, que enseguida añade: "Como yo tenía esta otra profesión — en las antípodas del surrealismo — tenía que probarme a mí mismo." Y lo hizo, pintando algunas fantasías en la más pura ortodoxia del surrealismo, para emprender, poco después, algunas tentativas en el campo de la abstracción con su muy personal tono onírico. Paalen hizo notar inmediatamente las características únicas de las primeras abstracciones de Gerzso y escribió un notable prefacio para la primera exposición individual de Gerzso en 1950:
Puede parecer extraño que hable de los monumentos mayas y de Kafka en relación a una misma obra; sin embargo, se pueden sentir las insondables antecámaras de los castillos del escritor y las murallas de su imaginaria China en las terrazas ascendentes y en las interminables criptas de las pirámides precortesianas de México. No hay piedras miliares en la eternidad, y los solitarios que emprenden el camino desde la ciudad perdida hasta la ciudad posible han llegado a reconocer que lo más cercano es también lo más lejano. Para ellos, los antiguos glifos que resultan ya imposibles de leer son tan significativos como los glifos que todavía no podemos leer.
Paalen capturó el romanticismo esencial que impulsa a Gerzso hasta la fecha: ese temperamento que sabe que "lo más cercano es también lo más lejano" y que — como el viajero de Baudelaire — "encuentra bello todo lo que viene de lejos", y que — como Kafka — puede traducir lo más común y corriente en lo más extraordinario.
Otra relación muy estrecha para Gerzso fue la que mantuvo con Péret, cuya poesía brotaba del corazón del panteón surrealista y estaba imbuida de todas sus vertiginosas características. La fe en la yuxtaposición de imágenes fuertemente contrastadas y, con mucha frecuencia, escandalosamente disociadas, ocupaba el centro de la poética surrealista. En la obra de Péret abundan estas yuxtaposiciones. El amor de los surrealistas por el escándalo, la sorpresa y aun el horror, es fundamental en la poesía de Péret; pero, de igual manera, lo es su amor por lo original: todo aquello que habla de los orígenes de la imaginación del hombre. Péret llegó de Europa con la firme intención de explorar el México mítico que André Breton había descrito ya profusamente tras el retorno de su visita en 1938. Péret acariciaba la idea de escribir un libro sobre los mitos, las leyendas y el arte popular de las Américas. Cuando Gerzso lo empezó a tratar — alrededor de 1944 — Péret se hallaba apasionadamente inmerso en esta obra. No es difícil imaginar que tan afortunada fue la confluencia de estos dos artistas cuando reparamos en que Péret cita en su libro a Goethe, esa piedra de fundación en la formación alemana de Gerzso: "El hombre no puede permanecer por mucho tiempo en el estado consciente y ha de sumergirse una y otra vez en el inconsciente, porque allí se encuentra la raíz de su ser".
Para los surrealistas nunca resultó difícil armonizar instintos aparentemente encontrados dentro de una sola personalidad, pues sabían que esos conflictos se podían resolver en el plano del sueño o, al menos, en el mundo del arte. Con todo y la fascinación que ha sentido siempre por la proporción áurea no se puede considerar a Gerzso puramente como un euclidiano; por otra parte, con todo y la atención que ha prestado a los principios fundamentales del surrealismo, no puede considerársele, sin más, un surrealista. Gerzso ha sostenido a través de los años que es precisamente en la yuxtaposición de las emociones divergentes donde yace su fuerza como hacedor de imágenes. A partir de sus expediciones con el pintor y etnólogo Miguel Covarrubias y con Gustave Regler — un artista refugiado que había conocido a Rilke durante sus primeros años en Worpswede — Gerzso asimiló fácilmente las grandes simetrías planas de los antiguos arquitectos. Por otro lado, a partir de los viajes que hiciera en compañía de su amigo, el cineasta Luis Buñuel, en busca de locaciones apropiadas para sus películas en el paisaje mexicano, captó fácilmente lo extraño, lo asimétrico, lo inherentemente bizarro que emparentaba con la visión surrealista de Buñuel. Estas experiencias de primera mano se vinieron a sumar a sus lecturas, a sus meditaciones y al ejercicio de su propia imaginación. Así vinieron a ocupar su lugar junto a las imágenes de los grandes artistas: desde Delacroix y Cézanne hasta Klee y Miró. Y todo esto se ve reflejado en su pintura a partir de los años cincuenta.
Gerzso ha dedicado su energía creativa no tanto a la expresión de encuentros y percepciones fortuitos, cuanto a la plena expresión de una variada gama de temperaturas emocionales. En los años cincuenta logró cifrar su pasmo ante las historias estratificadas que encierran los monumentos precolombinos, sin olvidar los sueños de Klee y Miró. Sus paisajes arcaicos, como el Paisaje de Papantla, de 1955, flotan en un oscuro sueño temporal impregnados con los colores de la tierra y las piedras. Sin embargo, flotan allí otras asociaciones. Por ejemplo, Gerzso ha visto un cuadro de Georges Braque en la colección Gelman, y no ha podido olvidar nunca esa extraña conjunción de rosas y de rojos. "Esa pintura me perseguía", ha declarado, y haremos bien en creerle; sobre todo si tomamos en cuenta que, como sus parientes europeos, Gerzso se ha dedicado a descubrir — en el más profundo sentido de la palabra — pinturas.
La obsesión de Gerzso por los muros, los cortinajes y las pequeñas aberturas, se manifestó muy pronto en su obra. Otro tanto aconteció con la idea de cortar, de rasgar la suave continuidad de las superficies cuidadosamente construídas, violándolas en un acto de ilusionismo mediante la utilización de una aguda incisión, tan fina como la hoja de una navaja de afeitar. Semejantes intrusiones en el teatro dramáticamente iluminado de Gerzso conllevan — como ya lo han señalado muchos de sus críticos — oscuras asociaciones eróticas. En Aparición, de 1960, Gerzso ha combinado su severo concepto de las formas finamente laminadas, derivadas del rectángulo, con ligeras depresiones de carácter orgánico que sugieren pliegues de la piel, y esos secretos recovecos que exploramos al hacer el amor. Los espacios brillantemente iluminados, tan frágiles, tan delgados como una hoja de papel, convocan a las rasgaduras, a la resaca sádica de la experiencia erótica, y — posiblemente — a ciertos rasgos indecibles que se revelan detrás del suave plano blanco con sus límites recortados. En algunos otros trabajos es marcada la sugerencia de unas persianas detrás de las cuales se lleva a cabo un rito; o bien de pórticos cerrados, nítidamente definidos; o de pequeñas aberturas para atraer al voyeur que sólo habrá de toparse con una pared interior o con una puerta cerrada. En algunas otras obras es posible encontrar la huella del lado más oscuro del México antiguo. A lo largo de su extensa carrera Gerzso ha traducido en más de una ocasión el recuerdo de la poderosa leyenda de esa deidad terrible que tanto llamara la atención de los surrealistas: la Coatlicue. En su encumbrada majestad la Coatlicue sintetiza los rasgos paradójicos de la crueldad azteca: por un lado ella es la dadora terrenal de la vida y, por el otro, la implacable destructora, rebosante de sangre y de venganza. Se puedan encontrar las trazas de esa sangre en varias de las pinturas de Gerzso, especialmente en las más recientes, como Personaje arcaico, de 1985, en donde los duros contornos de una forma azteca se ven contrapunteados por una salpicadura de sanguina que, en su casi total ausencia de forma, añade a la obra un toque decididamente inquietante.
Sin embargo, estas pinturas, con su capacidad de revelarnos emociones violentas, son sólo una parte de la historia de Gerzso. Ha habido momentos en que sólo se ha dado la pura celebración lírica de una visión amada; momentos, como a principios de los sesenta, en que Gerzso ha convocado la clara luz y la atmósfera de algún otro lugar, como, por ejemplo, Grecia, que — ya lo ha señalado el mismo artista — estaba implícita en su educación alemana. Uno se siente tentado a sospechar que los grandes poetas líricos alemanes — sobre todo Hölderlin — cuyas luminosas descripciones de la antigua Grecia significaron tanto para los jóvenes creadores de principios del siglo XX en Alemania, templaron la visión de Gerzso. Algunas de estas formaciones — las más libres, las más gestuales — que aparecen en su homenaje a Grecia, reaparecen más tarde en otras obras. El espíritu de lo no planificado, la espontaneidad, alteran radicalmente, de vez en cuando, la estática solidez de sus composiciones; esto resulta particularmente cierto en sus más recientes collages, hechos — como él dice — "para escapar de la tiranía de la geometría."
El principal vehículo de la expresión de los cambiantes climas interiores de Gerzso es — como bien lo vio Marta Traba — sin duda alguna el paisaje. Este término, desde luego, ha recorrido un largo periplo en la historia del arte, y ha cobrado nuevos significados con cada nueva generación; Gerzso, como todo pintor del siglo XX, no ha podido evitar las alteraciones psicológicas forjadas por sus antecesores. Ya durante la primera década de este siglo Kandinsky había revelado las múltiples perspectivas que se ofrecían al artista moderno: no sólo podía ascender en aeroplanos y mirar hacia abajo las vastas llanuras y las montañas de Rusia, sino que podía ver también las grandes concentraciones de estructuras urbanas. La insistente geometría de los campos sembrados y las retículas citadinas causó gran impresión entre los primeros artistas abstractos que — como en el caso de Malevich — dotaron a la experiencia de un significado metafísico en sus cuadros. Había aprendido del cubismo de Picasso que todo objeto podía ser imaginado como si flotara libremente en el aire, y podía ser visto simultáneamente desde todos los ángulos: desde arriba, desde abajo, desde mil perspectivas oblicuas. Gerzso, como todos los artistas de su generación, se sirvió de estas lecciones fundamentales que pusieron a su alcance nuevos medios para representar experiencias espaciales. Este cambio que va desde la representación objetiva hasta el reordenamiento imaginativo de la experiencia visual, trajo consigo la libertad de imaginar el plano mismo de la pintura en diversos ángulos con respecto a la línea de visión. Asimismo trajo consigo la apertura de lo subliminal, y la dimensión del cambio psicológico de la experiencia que tanto interesó a los surrealistas. Ya para los años veinte el término paisaje interior había ganado aceptación y un lugar de privilegio entre los pintores. Y para fines de los años cuarenta — que es cuando Gerzso comienza a pintar seriamente — nadie ponía en duda ya la posibilidad de dar forma a lo interior y a lo exterior en una sola tela, en una sola imagen.
Algunas de las formas básicas mediante las cuales Gerzso simboliza el paisaje derivan del principio de las correspondencias. Tal y como lo señaló Cardoza y Aragón, Gerzso ciñe configuraciones cercanas y lejanas ponderando sus formas en base a intrincados ritmos con asonancias frecuentes. Como si tañera las cuerdas de una lira, Gerzso produce con el color varios acordes que reverberan a lo largo y lo ancho de la pintura. Su profundo sentido del orden es siempre de caracter activo, aun en el reino de lo que llega a ser casi indeterminado: esos armónicos y mínimos melismas1 que se producen al tañer o hacer vibrar una cuerda musical. Su orden o, tal vez, sería mejor decir: su propio orden — tan evidentemente personal, se deriva, muy probablemente, de sus primeras nociones instintivas de los principios de la arquitectura. Siendo el rigor arquitectónico de sus pinturas siempre un factor importante, si a alguien podría comparársele en su país natal, sería a Luis Barragán. Gerzso apila planos en formaciones sobrepuestas que con frecuencia — como en el caso de Barragán — quedan secuestradas detrás de unos muros magníficos: esos enormes planos saturados de color que enfáticamente suspenden la mirada del espectador (como, por ejemplo, en la segunda versión de Rojo, Verde, Azul, pintado entre 1969 y 1988).
Sin embargo, por satisfactorio que sea el orden para una parte de la psique, nunca podrá satisfacer todas sus necesidades espirituales ya que, paradójicamente, requiere de su opuesto para ser apreciado. Es así que Gerzso nunca deja de insinuar ciertos aspectos de lo inaprehensible en sus paisajes. Puede tomar por sorpresa al espectador — como lo hace, por ejemplo, en Universo, de 1986 — mediante la utilización de unos planos verdosos, sugerentemente moteados, que nos remiten de un modo inevitable a ciertos paisajes... paisajes reales. Y puede insertar de pronto viñetas como celosías — esas aberturas casi impenetrables, ventanas que ocultan, más que revelan — para hacernos sentir la presencia humana. Incluso llega a utilizar unas líneas finísimas, inquietantes, para sugerir los más finos cortes en el plano. Pero la ambigüedad repta en la luz del ocaso: las más delicadas y borrosas señales sugieren emociones trémulas, innombrables, que se mueven sin límites dentro de la pintura.
Gerzso tuvo que inventar para su trabajo una categoría: la de paisaje-personaje. Y si bien el término no echa mucha luz sobre estas pinturas, sí nos deja ver que el pintor piensa analógicamente, y que para él la presencia de su propia imaginación, de su ser en la pintura, es algo dado; nos deja ver también que se puede ligar el universo de su experiencia personal a un paisaje vasto y cambiante. Gerzso ha profundizado tanto en esta lección que en alguna ocasión ha llegado a encontrar en la pintura su propia imagen. Hay varios paisajes en su obra que él mismo ha designado como autorretratos, como podría ser el caso de Irrupción, de 1987, con su sabia mezcla de órdenes distintos: el orgánico y el inorgánico; o de Espejo, de 1988, con su abrupta unión de elementos disímbolos. Por cierto que esta última obra comparte con algunas de sus primeras pinturas una conformación de bloques pétreos alineados a lo largo de un eje vertical de simetría que hace pensar en la anatomía humana tal como sucede con algunas esculturas precolombinas. Sin embargo, esta pintura parece buscar esa atmósfera glacial del hombre interior que (¿burlándose de sí mismo?) se detiene un paso antes del mundo acechando desde las más oscuras profundidades del espejo. De hecho, la temperatura de este cuadro no es muy distinta a la de Paisaje Verde, de 1991, donde los más fríos tonos azules y verdes ofrecen un escenario extrañamente iluminado a una cuña de luz cálida que retrocede ligeramente hacia la sombra, justo detrás de la última superficie. Este paisaje con cuñas, apretado, estratificado, y desafiantemente impermeable, describe algunos de los más profundos sentimientos de Gerzso acerca de la existencia y se rehusa a rendir sus secretos. Por otra parte, hay algunas pinturas que — incidentes ocultos de por medio — implican juicios más complejos aún respecto de su noción de paisaje personaje. Trópico, una hermosa pintura de 1989, ha sido estructurada de un modo no del todo distinto a otras pinturas, con formas delgadas y planas — que insisten en su bidimensionalidad — sombreadas, como ya viene a ser costumbre, en las orillas, y con variaciones cuidadosamente calculadas. Sin embargo, aquí Gerzso nos ofrece un indicio de ciertas turbulencias interiores en una viñeta acentuada deliberadamente mediante un aura; se trata de una compleja composición dentro de otra composición, un espejo dentro de un espejo, a través del cual Gerzso ha extendido una neblina parda, oscura, en una composición que sin este solo elemento perturbador sería perfectamente controlada y coherente. Si bien es cierto que en la mayor parte de las pinturas de Gerzso hay una serie de botadores2 o cercadores3 que siempre alejan al espectador a la vez que lo incitan a espiar por las aberturas el santuario interior, en esta obra la ambigua traza de humo flota en un espacio tan vago y evocador de la forma primigenia que nos hace recordar aquellos otros espacios que se observan en las obras de algunos artistas — como los expresionistas abstractos — que se rebelaron de igual manera contra las figuras geométricas de Platón y experimentaron intensamente un mundo ambiguo e informal.
Gerzso ha dicho que él busca en su pintura una "calidad interior" que, como sucede con todo buen pintor, se rehusa terminantemente a definir en palabras. Esta "calidad interior" sólo puede ser alcanzada — según Gerzso — a través de un largo proceso que es casi un ritual. El artista en su estudio más parece un alquimista de Goethe que un pintor contemporáneo. Sería imposible señalar en que momento específico de este largo proceso el pintor alcanza una visión global o cuando, en el proceso requerido, desemboca en una consonancia. Normalmente los secretos de cocina de un artista son de muy poca ayuda en la evaluación final de su trabajo. Sin embargo en el caso de Gerzso este ritual de preparación — donde las primeras concepciones quedan ocultas para siempre detrás de las superficies acabadas — sí arroja ciertas luces sobre la pintura terminada. Cada pintura es construída siguiendo una elaborada secuencia de pasos: comienza con un bosquejo sumamente tenue hecho con finísimas líneas de lápiz; le sigue un dibujo a lápiz sobre un fondo blanco, que es acompañado con frecuencia por un eco fantasmal en naranjas pálidos. Es apenas en este punto que Gerzso prepara sus fondos utilizando varios métodos de aplicación, que van desde el pastel y las aguadas de acrílico hasta un salpicado libre de muchos colores. Los dibujos, elaborados frecuentemente con indicaciones escritas, y trabajados en retículas de líneas muy finas que parecen haber sido calculadas geométricamente, aguardan su transporte al fondo o base que, por otra parte, se ha llevado un tiempo considerable en su preparación. Gerzso ha de encontrar siempre la tonalidad adecuada que le permita establecer el mood — lo que Baudelaire llamaba "la atmósfera colorida" — que permee toda la composición. Desde las tenues líneas a lápiz de sus dibujos, pasando por los dibujos a tinta, hay una presencia indefinible que quiere manifestarse y que Gerzso trata de describir en ese fondo esencial que habrá de modificarse en cada una de las etapas subsecuentes. Sus medios son variados, y los utiliza con verdadero fervor — fibra de acero para bruñir o borrar las superficies, polvo de piedra pómez para volverlas tangibles — si bien acaba ocultando las huellas de cada una de estas etapas, pues piensa que la pintura terminada "ha de tener cierto acabado; esto lo traigo desde mi infancia: todo lo que hago ha de tener cierto acabado o no funciona en lo absoluto." Todos los sentimientos y sensaciones que Gerzso transmite por medio de su pintura — sensación de vértigo, extensiones, contracciones, dispersiones, hundimientos, ocultaciones, revelaciones, inmersiones, enmascaramientos — han de concretarse tras un largo viaje: intrincados procedimientos en el laboratorio craneano de Gerzso que buscan su consumación con tanta certeza como una fuga de Bach.
Alguna vez, refiriéndose a un pintor, André Breton sacó a colación la imagen del faro, coronado de luz, con cientos de espejos oblicuamente colocados en su interior. Tal vez sea ésta una metáfora afortunada para referirse a la obra de Gerzso, ya que sus pinturas son tan sólidas y tan bien contenidas como la forma de un faro, mientras que allí dentro proliferan los espejos y sus mil reflejos. Octavio Paz, hablando de la obra de Gerzso, utilizó la imagen de "la centella glacial", una paradója que cobija la endémica dualidad característica de Gerzso. Marta Traba llamaba la atención hacia la doble existencia de sus paisajes cerrados, que lo mismo atesoran lo visible que lo invisible, balanceando lo que se puede controlar y lo que no. Cardoza y Aragón sugería que la pintura de Gerzso revelaba un temperamento visto a través de la naturaleza y no la naturaleza vista a través de un temperamento. El pintor mismo ha aludido a esta dualidad al referirse, por una parte, a su necesidad de controlar, y por la otra, a su anhelo de libertad. Y si uno atiende a los intereses de Gerzso, resaltan de inmediato algunos detalles significativos: le fascina la leyenda de Catherwood, el más romántico de los aventureros enamorados de las ruinas mayas; ha dedicado algunas obras a Walter Benjamin, cuyos sentimientos más profundos se expresaron en sus estudios sobre algunos poetas — en particular Baudelaire — con una clara comprensión del "aura", esas "asociaciones que, a buen resguardo en la mémoire involontaire se aglutinan alrededor de un objeto de la percepción", por otra parte, nunca ha olvidado aquel Bonnard que colgaba sobre su cama en Suiza. De hecho, Gerzso no ha olvidado las obras de ninguno de los grandes pintores que examinara con su aguda mirada de conocedor. El bagaje cultural de Gerzso, así como su memoria involuntaria, han dotado a sus pinturas de cualidades que, aun desairando a la palabra escrita, se sostienen, visibles y permanentes en toda su obra.
1. Melisma. (Del griego melisma, canción, aire musical). Canción brevísima. Reunión de muchas notas cantadas sobre una misma silaba (N. del T.)
2. Botador. Trozo de madera fuerte, agudo por un extremo, que sirve para aflojar y apretar las cuñas de la forma. (N. del T.)
3. Cercador. Hierro que no corta, pero hiende, que usan los cinceladores para dibujar contornos en pieza de chapa delgada. (N. del T.)